Introducción
Cada vez son más los Foros en los que se incluye, o se le da trato exclusivo, al tema de la mujer con discapacidad y las circunstancias que la envuelven. Se está analizando su situación desde diversos puntos de vista y aplicando diferentes teorías. Uno de los resultados de esta actividad es que cada vez más, también, las mujeres se acercan, se reúnen y hablan con los demás, pero sobre todo entre ellas mismas y de ellas mismas. ¿Y por qué esta circunstancia se ha convertido en elemento sustantivo entre tanta calificación? Pues porque si algo es un indicio de que las cosas pueden estar cambiando para mejor, es el hecho de que individuos viviendo en la exclusión social se reconocen entre sí, con circunstancias compartidas, no únicas, sino compartidas por y con otros individuos. Lo individual se transforma en toma de conciencia de que “lo que me ocurre a mí se da también en otros individuos”, traspasa la esfera privada, íntima y doméstica para buscar la complicicidad con otros y la autoafirmación.
La falta de identidad, la ausencia de representación de sí misma y la de un mensaje motivador que estimule la representación positiva de la existencia de una persona han sido elementos tan importantes como las condiciones socioeconómicas que la rodean para relegar a una mujer al limbo de los invisibles, los excluidos, los marginados.
El título de mi ponencia es sobre la participación social de la mujer con discapacidad. Me lo sugirieron desde la organización y yo lo mantuve a pesar de que es difícil hablar de participación desde la exclusión. Podemos hablar de qué tipo de participación o de qué calidad puede ser cuando los sujetos están sometidos a condicionantes tales como la devaluación personal, el sometimiento, la dependencia y el estigma de la discapacidad que son difícilmente soportables cuando se dan a la vez sobre la misma persona, pero actualmente no podemos hablar desde la perspectiva del que tiene todos los medios en su mano con posibilidad de utilizarlos en plenitud en el ejercicio de su ser social. Porque ¿de quién estamos hablando?
Basándome tan solo en el Informe del INE “Encuesta sobre Discapacidades, Deficiencias y Estado de Salud, 1999. Avance de Resultados. Datos Básicos”, sobre datos de 1999, el arquetipo de una mujer española con discapacidad, podría ser perfilada con estos rasgos:
Inicialmente se ha de significar que más de la mitad de las personas con discapacidad son mujeres (58,25%), pero esto no sucede en todos los grupos de edad. Podemos observar que la línea de las mujeres es más destacada a partir del rango de edad que la comprende entre los 45 y los 50 años, y aunque puede estar comprendida en otro tipo, generalmente guarda una estrecha relación con disfunciones relacionadas con problemas osteoarticulares que limitan el movimiento.
Además, son ellas las que reciben mayor número de ayudas personales aplicadas a la ejecución de actividades de la vida diaria (un 66% frente al 34% de los hombres) por lo que añadiremos a nuestro retrato el rasgo de individuos dependientes de otras personas para la realización de tareas.
Y ¿quién procura esa ayuda personal? Cuando hablamos de mujeres con graves discapacidades, que son la mayoría, el 75% reciben cuidados por mujeres, mayoritariamente por las hijas a partir de los 64 años, pero en la franja de edad que nos interesa es la madre quien mayoritariamente cuida de la mujer con discapacidad o el cónyuge si ampliamos el espectro a todas las mujeres ya que el 73% de las mujeres con discapacidades de 40 a 59 años están casadas.
Cuando la ayuda personal es proporcionada por la familia, ésta puede sobrepasar las 40 horas a la semana. Sin embargo, si esa está a cargo de los servicios sociales, queda reducida a solo 7 horas a la semana para el 53% de las personas con graves limitaciones
Esto quiere decir que a nuestra mujer la cuida la familia por lo que entiendo que vive en el domicilio familiar.
En cuanto al nivel de estudios, los datos que se proporcionan para el tramo de edad de 45 a 64 años es revelador de nuestras expectativas futuras: Analfabetas el 9,67%, estudios primarios 66,26%, ESO I 12,68%, ESO II 6,30% y educación superior 5,11%
Mayoritariamente, el nivel de estudios que alcanzan la mayoría de las mujeres es el primario.
La mayoría de las personas con discapacidad no participa en el mercado de trabajo. La tasa de empleo de las mujeres es del 19%, la más baja está en aquellas mujeres de 45 a 64 años con un 14%. Pero el mayor número de mujeres está en el apartado de inactivas donde se alcanza el 73% del total de mujeres. Tenemos que deducir que el retrato de la mujer que estamos haciendo incorpora la característica de inactiva.
Podemos tener ya un boceto del arquetipo de mujer de la que estamos hablando: es de mediana edad, con problemas de movilidad, con estudios primarios, vive en familia donde es la madre o la pareja quien le presta ayuda para el desenvolvimiento diario y laboralmente inactiva.
Pero también es verdad que todas aquellas que no se identifican con este perfil también son mujeres con discapacidad que tienen apreciaciones distintas de su relación y participación social, pero que comparten un sustrato común que me gustaría reflejar aquí porque ha impregnado, e impregna, toda nuestra existencia y considero que contribuye a dar luz a la hora de entender las causas que originan la exclusión y por lo tanto, la no participación social.
Parece oportuno hacer mención, pues, a algunas de esas circunstancias que conforman y se asocian a la discapacidad.
La resignación
Parece ser un hecho asumido, y no por ello cierto, que las personas con discapacidad son seres sumisos y resignados, cuando lo que ocurre es que están sometidos a entidades superiores de las que emana el orden, lo que tiene que ser, donde tiene que ubicarse y cuando debe ocurrir. Y esto es así porque somos “alguien” que es diferente, que pide el esfuerzo de ser tenido en consideración y respetado y eso siempre requiere un esfuerzo que raramente la sociedad está dispuesta a hacer. Por tal motivo, resultará siempre más fácil “organizarnos” en función de unos patrones y criterios establecidos, nunca por mí, que nos determinan. Si la sociedad hiciera ese esfuerzo, me refiero al esfuerzo de comprensión, significaría mi aceptación y reconocimiento como persona de pleno derecho en lugar de lo que ahora soy para ella: un problema, “el problema de los discapacitados.” Aunque las ideas de respeto a la diversidad parecen tener actualmente un lugar en nuestra sociedad, siempre se admite al diferente solo y únicamente en el cajón “de los diferentes” entre otros muchos cajones apilados en un orden premeditado. Vuelve a reforzarse la idea de poder.
La devaluación
A pesar de la riqueza que supondría la aceptación, en plano de igualdad, de la diferencia, siguen prevaleciendo valores y normas culturales que derivan y predominantemente benefician a un grupo (masculino) particular, dominante. Estos valores son universalizados y mantenidos como valores sociales compartidos. En el grado y medida en el que uno es diferente del grupo dominante, sea en base al género, la identidad étnica, la raza, la edad, la opción sexual, uno es devaluado y marginado. Esta devaluación sirve para mantener el orden social.
El estigma
Según el diccionario de la Real Academia Española, se define el estigma como marca o señal en el cuerpo añadiendo otras acepciones como: desdoro, afrenta, mala fama. Así, el estigma que recae sobre la discapacidad tiene que ver con la salud y la vergüenza de un cuerpo limitado e imperfecto, “creemos, por definición, desde luego, que la persona que tiene un estigma no es totalmente humana.” (E. Goffman).
Este estigma ha dañado a las mujeres mucho más si cabe que a los hombres porque en su definición misma aparecen conceptos que la ideología machista ha relacionado con el hecho femenino: la salud y la belleza. Condiciones que se le piden a la mujer como la única y capaz procreadora de vida sana y bella que asegure la continuidad de la especie humana. El hecho de no ser consideradas como portadoras de esas dos cualidades básicas ha ubicado a las mujeres con discapacidad en un escalafón inferior al resto de las personas; en una calidad diferente de ser.
En un intento por curar esa “malformación” física, por un lado y la “desubicación social” por otro, surgieron aproximaciones médicas y sociales que buscaban una solución para restaurar a la persona con discapacidad la categoría perdida.
Tanto el modelo médico que imaginaba al individuo con discapacidad como un enfermo al que hay que tratar y el modelo social que pone a la sociedad como algo imperfecto que no sabe asumir ni integrar la diferencia, ambos acabaron por generar una concepción de las personas con discapacidad como un grupo homogéneo donde el género quedaba diluido en un mal mayor: la discapacidad.
Así, un modelo y otro han hecho a las personas con el estigma de la discapacidad miembro de un grupo (según es entendido por ambos) especial, raro, complejo, problemático. Bien es verdad que el modelo social reconoce que “el problema” surge cuando una de esas personas traspasa el modelo médico y quiere salir de casa. Dicen que es cuando interactúa con la sociedad cuando aparece la discriminación porque la sociedad no responde a sus necesidades ni está preparada para que se integre, pero el problema, aquí también, sigue siendo esa persona porque no está dentro del estándar.
La homogenización
Se focaliza y se aísla, entonces, al sujeto problemático para su estudio en busca de soluciones que lo beneficien y, en esa búsqueda, se pasa del individuo a una identidad mayor que lo define: la discapacidad. Concebida como un todo compacto, objeto exclusivo de estudio, conflicto al que dar soluciones, la discapacidad nos ahoga e ignora como individuos. Al ignorarse la individualidad, se obvia, también, nuestro género. También las mujeres, mayoritariamente, han llegado a ignorarlo porque han puesto su problema, la discapacidad, por delante y como algo que tenía que resolverse de antemano si querían ser mujeres después.
Es así como aparece otra de las razones por la que las mujeres han sido marginadas dentro de los marginados haciéndose más invisibles y vulnerables: la visión de las personas con discapacidad como una masa gris, un grupo homogéneo. Sin género. Ante todo, somos hombres y mujeres, tenemos género, y solo después, tenemos que enfrentarnos a la cortina de la discapacidad que desciende ante nosotros impidiendo hacer evidente nuestra presencia. Sin embargo, paradójicamente, es el género el que contribuye en mayor grado a difuminar la posición de las mujeres con discapacidad. Hablamos entonces de opresión y marginación múltiple. Es un sumando que parece llegar, en algunos casos, hasta lo insoportable cuando añadimos las factores de lesbianas, viejas, negras, etc. El sexismo, el racismo, la infravaloración de los mayores son palabras que definen comportamientos sociales que generan a su vez opresión y violencia. Es verdad que los hombres se hallan en estas mismas circunstancias: homosexuales, viejos, negros…, pero siempre estarán en un nivel superior/inferior en la escala de la marginación porque nunca serán mujeres. Es más, como bien dice Lydia La Riviere, somos discriminadas por la sociedad en su conjunto por ser mujeres con discapacidad, por los hombres con discapacidad y por las mujeres sin discapacidad quienes, además, representan el mayor número de profesionales de lo que ella denomina, y yo también, “la industria de la discapacidad”.
A partir de aquí, se desencadenan una serie circunstancias que provocan una especie de determinismo existencial que define la vida de muchas mujeres. Tanto el género como la discapacidad, se convierten, se metamorfosean en un cuadro en el que se evidencia la dependencia; género y discapacidad amalgamados para ofrecer una imagen de la debilidad y la necesidad de protección; un ser vulnerable y fácilmente controlable. Y es este el caldo de cultivo donde se alimenta el germen de la violencia que padecen 4 de cada 10 mujeres con discapacidad en algún momento de sus vidas.
Pero, quizá, sobre todas estas circunstancias, está el hecho de la existencia de la discriminación por razón de la discapacidad y un acentuado prejuicio social hacia estas mujeres. Ambas circunstancias, mujer y con discapacidad, juntas, en la misma persona, hacen que de lugar a una de las más injustas y silenciadas vivencias de abuso de poder.
Son numerosos los estudios que constatan que la causa de la exclusión social de la mujer discapacitada se debe buscar en ciertos valores masculinos dominantes en las sociedades capitalistas. La discriminación de la mujer con discapacidad bebe de las mismas fuentes que la discriminación que sufren las mujeres en general -y por eso defiendo su inclusión en las investigaciones generalistas que tratan de estudiar a la población femenina- pero, además, incrementa el peso de la losa de la marginación cuando se le suma el factor discapacidad. Yo no hablo de doble discriminación, sino de múltiple discriminación porque a estos factores se le añaden otros como la etnia, la opción sexual, el lugar de residencia, etc. que vienen a incrementar la opresión sobre la misma persona.
Después de lo expuesto hasta aquí, y después de muchos años de trabajo de asociaciones de personas con discapacidad e investigadores del tema intentado explicar y explicarse la situación de las personas con discapacidad y las razones de su marginación social, yo no voy a abundar más en ello porque sería retroalimentarnos continuamente de lo mismo que ya sabemos o experimentamos. Pero parece claro que la marginación existe, que mantiene en la exclusión social a muchas personas y que desde ésta, difícilmente se puede hablar de participación, al menos de participación en plano de igualdad. Las mujeres, además, tienen que enfrentarse a la infravaloración en la familia, en sus relaciones sociales, al desprestigio social por no cumplir con los modelos femeninos, a su maltratador, a sus propios iguales -las personas con discapacidad-, a ellas mismas…, pero sobre todo tiene que enfrentarse en situación de desigualdad a un ideología y cultura dominante, patriarcal, machista y despiadada que asume hipócritamente la diversidad humana, siempre que la pueda mantener bajo control. Y donde hay control, hay poder por lo que la desigualdad sigue existiendo.
Sin embargo, tanto el género como la discapacidad son construcciones sociales basadas y generadas por una ideología imperante en nuestra sociedad, pero como tales construcciones sociales, pueden ser moldeables y transformadas en otras con otros valores y simbología. Y ahí está la clave para empezar a romper la situación actual y que de lugar a otra donde el equilibrio de valores y respeto a la diferencia permitan, entonces, sí, una participación social de la mujer en plano de igualdad. Como se dice en el documento del Foro de Vida Independiente “Ideas para una vida activa en igualdad de oportunidades. El futuro de la “inDependencia”: “En una sociedad democrática, plural y moderna, la participación de todos los miembros de la sociedad en todos los aspectos de la vida debe realizarse en igualdad de condiciones y con la misma libertad para elegir opciones. Además, esta igualdad de oportunidades y libertad de opciones debe mantenerse a lo largo de toda la vida de cada uno de los seres humanos que conforman la sociedad.”
Pero cabe preguntarse ahora ¿qué condiciones tienen que darse para que esa participación social de la mujer se de en igualdad de condiciones? ¿qué participación queremos? ¿En qué sociedad? Como bien se pregunta Juan José Maraña, uno de los activistas del Movimiento de Vida Independiente en España, “Si toda sociedad es un grupo de semejantes: ¿dónde están mis semejantes?”.
Retomemos las preguntas: ¿qué condiciones tienen que darse para que esa participación social de la mujer se de en igualdad de condiciones? Poniendo en práctica el principio de igualdad de oportunidades que tiene en cuenta que los diversos sistemas de la sociedad, el entorno físico, los servicios, las actividades, la información, la formación y la documentación se pongan a disposición de todos y no especialmente para las mujeres o las personas con discapacidad, sino para todos respetando la diversidad de los grupos sociales. Y creo que es muy importante entenderlo así, que cuando se planifique, se diseñe, se legisle, se comunique se haga para todos y no que se haga para todos y para las personas con discapacidad; para todos y para las mujeres; para todos y para las mujeres y los inmigrantes,… El principio de igualdad de oportunidades debe asegurar que las necesidades de cada persona tienen igual importancia y son poseedoras de los mismos derechos. Así, estamos hablando del derecho a ser educadas y formadas, a desempeñar un trabajo, del acceso a ayudas técnicas, a la asistencia personal, a no ser explotadas económica y socialmente, a no ser maltratadas ni sufrir abuso, a no ser esterilizadas involuntariamente, a poder adoptar, etc. Es decir, el cambio de mentalidad es radical, debemos pasar de entender la sociedad como algo aparte de los grupos que ella misma excluye a entender la sociedad como el conjunto de los grupos que significan la diversidad humana. Si no, seguiríamos hablando de excluyentes y excluidos.
¿Qué participación queremos las mujeres?
La que las mujeres determinen libremente tras reconocerse en la imagen elaborada por ellas mismas y no por la sociedad machista. Solo se demanda aquí el derecho a la libertad y la autodeterminación de poder decidir por nosotras mismas sobre nosotras mismas. Si reconocemos a la mujer con discapacidad como fuera del entramado social y económico, apenas sin reconocimiento de género, sin identidad o con una identidad deformada, quizá, el primer paso, esté en recomponer todas y cada una de las piezas del puzzle y ver si éstas encajan en una composición mayor.
¿En qué sociedad?
En aquella en la que se encuentren referentes a los que yo pueda sumarme. Uno de los problemas para la participación de la mujer es precisamente la ausencia de “semejantes”, de modelos a los que seguir en esa sociedad que quiere integrarnos, normalizarnos.
Es quizá diferente esta situación en los hombres con discapacidad porque ellos sí tienen referentes cuando menos de género: hombres presidentes de asociaciones, hombres empresarios, hombres padres mantenedores de familias, hombres deportistas, hombres políticos, etc. Hombres con discapacidad pero con mayor prestigio social por responder más fácilmente a muchos de los roles masculinos impuestos socialmente. La primera condición pues para lograr una participación de la mujer es la revalorización de la mujer con discapacidad; la promoción personal desde la familia; el reconocimiento de sus identidades, no encorsetada por patrones rígidos femeninos; su derecho a existir y a admirarse de su existencia, pero también reconocerse como miembro de un grupo: el de las mujeres con discapacidad. Nuestra identidad esta mas enmarcada por la cultura que por la sociedad. La cultura es amplia, abierta, en tanto que la sociedad es oclusiva, cerrada. (J.J. Maraña, 2004). En este sentido, la participación de la mujer pasa por un cambio cultural que propicie valores éticos basados en los derechos humanos y civiles, la justicia y la equidad que dignifiquen la condición humana.
Autora: Marita Iglesias Padrón